Puros cuentos


Las señas del hambre

Carlos Gutiérrez se pasaba la vida entre las cuatro vacas, el cafetal y la casa. Criando a dos hijos.
Ahogado en una mezcla de humillación y rabia, porque su esposa se fue con otro, y convencido de que no había peor desgracia que la suya.
A escasos cien metros de su casa, en una choza de madera, piso de tierra y fogón, vivía la vecina más cercana: una mujer flaca y joven, con dos niños pequeños. Pero él, con su carácter huraño, no fue nunca de meterse con los vecinos. Apenas si se fijaba en la columna de humo que todas las mañanas huía por la chimenea de la choza.
Un día la chimenea no lanzó sus acostumbradas nubecillas. Carlos no le dio mucha importancia.
Pero ya al tercer día, la curiosidad y la intriga lo empujaron por el trillo barrialoso hacia la pequeña casa.
Iba imaginando una tragedia.
Por eso, aunque golpeó la puerta con sus nudillos, en realidad no esperaba que le abrieran. De momento no supo qué decir.
_Perdone, balbuceó. -Parecía decepcionado de encontrarlos vivos-. Hace días no veo el humo de la chimenea y pensé que les había pasado algo.
Con la mirada y la voz tan bajitas que parecían barrer el piso, la mujer dio una respuesta que sonó casi a disculpa:
_ Es que hace tres días no cocinamos. No tenemos nada qué comer.
José Francisco Araya.


La venganza

La vieja siempre llamaba a la policía para que los corriera.
Solterona y ayuna de amores, consideraba una afrenta y un escándalo que, noche tras noche, los novios cenaran besos y caricias bajo sus narices, a la sombra del muro entejado que resguardaba la esquina de su casa.

Finalmente una noche, alertado por la vecina, junto con la policía llegó también el papá de Marcela. Sin pensarlo mucho la metió de un empujón al carro y luego la emprendió a patadas contra Gustavo, que intentaba defenderla. La policía tuvo que quitarle al muchacho y llevarlo al hospital.

Gustavo juró vengarse de la soplona cuando sanaran sus costillas quebradas.

Tres meses después, siempre al amparo de la noche, llegó por última vez hasta la casa de la vieja. Ya tenía planeado salir en la madrugada hacia Nicaragua, junto con Marcela. A la sombra del muro respiró hondo, recordó la humillante escena de la golpiza y olvidó, por un instante y por única vez en su vida, su discurso pacifista y su conciencia ecológica.

Los vecinos no vieron ni escucharon nada. Solo se enteraron de lo sucedido a la mañana siguiente, cuando el sol reveló la venganza enorme, desafiante y roja que Gustavo consumó con gruesos trazos de pintura spray, sobre el encalado amarillento del viejo muro: “El amor no es delito”.

José Francisco Araya.